José de la Paz Pérez
Nació y creció en un pueblo llamado Ocotlán, en el estado de
Oaxaca, en donde la gente es recia, fuerte de carácter, pero muy noble de
sentimientos; trabajadora de sol a sol y más allá.
Desde muy joven llegó a Acapulco en la búsqueda de nuevos horizontes,
nuevas oportunidades y una forma distinta de vida: trabajar fuera del terruño,
pero sin desconectarse de la familia, ese núcleo de la sociedad al que siempre
tuvo en primer orden de importancia.
Recuerdo que Inés –así la conocí, con ese nombre- trabajaba
en un lugar, muy famoso en esos años en Acapulco: “Tortería Javier”, estaba en
la zona donde se ubicaba el también popular Cine Río, ya desaparecido, aunque el
lugar conserva el nombre como referencia de ubicación.
Yo era un adolescente, quizá niño aún, cuando, una noche
lluviosa, llegó a la humilde vivienda que habitábamos, en compañía de uno de
mis hermanos, René, quien a la postre se convertiría en su primer y único
esposo.
Después supe que su nombre real era Onésima Merlín Pérez, y
que le decían de cariño: Necha. Su suegra, doña Nacha, le decía Chaparra, pero
no en forma despectiva sino de cariño real, auténtico, ya que la señora, que
era mi madre de crianza, le agarró mucho cariño; puedo asegurar que la quería
como a una hija.
Recuerdo mucho a Inés sentada en su máquina de coser, que
era su vocación, haciendo blusas, vestidos y lo que necesitara una mujer; era
totalmente empírica, por lo que después se inscribió y se graduó en una escuela
formal de costura en Acapulco. Esas eran auténticas ganas de superarse, y no
quedarse a esperar que el esposo la proveyera al 100 por ciento en el hogar.
La casa donde vivíamos era de lámina, pero Inés apoyó, al
igual que doña Nacha y todos nosotros, para que se construyera una casa de
material, con loza.
Bien me acuerdo que todas las tardes íbamos a recoger grava
en la calle que estaba junto a donde una empresa constructora dejaba
desperdicios de material para construcción. René puso la parte económica
fuerte, y los demás apoyamos con lo que pudimos. Y así llegamos a tener una
casa de material.
¿Y por qué escribo esta historia sobre Inés?
Primero, porque me duele su partida, y porque fue parte
importante en mi crecimiento.
Cuando Onésima tuvo su primera bendición, su hija Miriam, me
convertí en algo así como una pilmama. Mientras ella se dedicaba a su costura
para apoyar la economía del hogar, yo cuidaba a la bebé: aprendí a preparar
biberones, a sanitizarlos (hervirlos), asearla, hacerla dormir y a suministrarle
alimentos a sus horas.
Incluso recuerdo cuando la llevé por primera vez a la
escuela, temía que fuera a quedarse llorando, pero no lo hizo, había sacado la
fortaleza de su madre.
Después nació Noé, su segundo hijo; también tuve la oportunidad de cuidarlo. Recuerdo de él una anécdota: desde muy niño le gustaba una canción de los años 70: Macho Man, de Village People; hacía que se la pusiera una y otra vez en esa consola de discos de acetato que había comprado su padre.
Todo este esfuerzo, cuidar a los niños, tenía su premio: Inés me apoyaba para mis
estudios, o me llevaban al circo u otros paseos para apoyar con los niños.
Añoro esas tardes en que le hacía relajos o le contaba
chistes; Inés reía mientras accionaba su máquina de coser.
Vi muchas mujeres circular por la casa para que les hiciera todo
tipo de prendas. Algunas eran de cierto nivel económico que admiraban sus
confecciones. Le llevaban un catálogo de ropa de lujo, y ella les hacía realidad
los modelos que fueran; tenía un gran talento para la costura.
Fui cómplice de Inés cuando intentaba quitarle la mamila a
Miriam, quien se negaba a hacerlo a pesar de que ya no estaba en edad, sino de
comer alimentos sólidos.
Otra anécdota: Acompañaba a Inés a comprar la despensa y,
entre los artículos, estaban los de marca Gerber, pero a Miriam nunca le
gustaron, y sin embargo yo le decía a su mamá que llevara, sobre todo de
frutas.
Miriam apretaba la boca cuando quería darle una cucharada de
Gerber; entonces, como a mí me gustaba, me lo comía, y a la niña sólo le dejaba
la boca embarrada del producto. “Miriam quiere otro Gerber”, le decía a Inés, y
ella, sin saber que era una treta mía, nomás respondía: “Agárralo de la alacena”.
Confieso: yo me acababa los Gerber.
Así es la vida… un día Inés tuvo que partir a Estados Unidos
con su tercer hijo, era muy pequeño… después se iría Miriam… y finalmente Noé, este último precisamente
después de que falleció la abuela que lo adoraba: Nacha.
La casa de Las Cruces ya nunca fue la misma… primero, desde
que se fueron Inés y sus hijos, y finalmente cuando falleció su suegra, quien
la quiso hasta su último suspiro.
Inés, como buena Merlín, era una persona fuerte; sólo una
vez la vi llorar. No era alguien que demostrara abiertamente su amor, pero
cuando reía y sonreía lo hacía con sinceridad, ahí entregaba todo.
Los años que vivió en Estados Unidos los dedicó a acompañar,
a ver crecer personal y profesionalmente a sus hijos, y sobre todo a amarlos, a
protegerlos hasta donde se lo permitían esos que hoy ya no son niños sino adultos.
También conoció otros amigos que, a la postre, se
convirtieron en su familia, como los Castañón, con quienes pasó enormes
y agradables momentos de felicidad.
Cuando me dijeron que estaba muy enferma, el temor de su
muerte me invadió; cuando me dijeron que ya había partido hacia el más allá, se
agolparon en mi mente muchísimos recuerdos de mi infancia, en la cual estuvo
presente Inés.
Inés, Onésima, Necha… una mujer que tuvo un sueño… que
provino de una gran familia y que armó su propia familia a la cual le imprimió
su especial sello; una mujer que procuró con mucho amor a sus hijos, y que hoy
ya no está con nosotros.
Se adelantó a un viaje que todos, tarde o temprano, habremos
también de emprender.
Ines, no te preocupes por tus hijos, ve sin preocupación, ellos sabrán cuidarse con la educación que les diste; sabrán honrarte.
Descansa en paz, vuela alto, gracias por haber existido,
Necha, nuestra Necha.