Hugo Sánchez Rosas
Lunes 4 de julio de 2022.- Me estuvo dando vueltas un cuento, cuando daba vueltas en mi cama, sin poder conciliar el sueño y me dispongo a tratar de reproducirlo a ver si lo logro.
Allá, en un pueblo enclavado en la sierra, en donde el aire se respira
en toda su pureza, vivió un niño llamado Lázaro, hijo de padres humildes, pero
con costumbres completamente libres de la maldad humana. Al igual que sus
padres y sus hermanos mayores, se dedicaba al pastoreo de sus ovejas y de las
ovejas de sus vecinos, que le pagaban por su trabajo. Viviendo en la puridad de
la montaña, sin el artificio de la vida urbana, el chico creció sano de cuerpo
y mente. Sus padres, personas de principios y valores morales, lo educaron a su
manera tradicional de ver la buena crianza.
Nada perturbaba su mente y aprendió a vivir acorde con la vida montaraz,
en compañía de los animales que le animaban sus momentos de labor. El aire, el
sol, la lluvia, le eran propicios para su sano crecimiento, en plena contacto
con la madre naturaleza.
Para amenizar sus ratos, se elaboró una flauta de carrizo y aprendió a
tocarla, arrancándole notas musicales, que animaban el ambiente, a sus amigos
pastores y a los animalitos que saltaban alegremente a su alrededor.
Entre sus congéneres, todo era franca camaradería; los demás zagales que
también se dedicaban al pastoreo, sanos también de cuerpo y alma, se
compaginaban y, de vez en cuando, cuando el tiempo se los permitía, se divertían
jugando los juegos que ellos mismos inventaban, en sus mentes infantiles, pero
creativas.
Pero, por desgracia para ellos, no todo era divertido y sin
complicaciones; cuando las lluvias eran tormentosas, tenían que soportar las
inclemencias del tiempo y, a veces, algunos enfermaban, aunque, también, se
forjaban sus cuerpos y sus almas, de tal forma que se volvían resistentes a los
cambios bruscos de temperatura.
Con sus pros y sus contras, Lázaro fue creciendo, en medio de su hábitat
rústico pero alegre, al lado de sus padres, hermanos y amigos, hasta que se vio
obligado a emigrar, pensando en una vida dizque MEJOR. Cabe mencionar que Lázaro
sólo había estudiado la primaria, pero como en su pueblo no había escuela
secundaria, se fue a la ciudad, ese enorme monstruo que engulle a las personas
y acaba, muchas veces, con sus ideales y sus deseos de superación personal.
El niño, de escasos doce años, tuvo que enfrentarse al monstruo de mil
cabezas, luchar en contra de las adversidades, de la maldad de los hombres y
mujeres que viven abusando de los débiles e incautos que tienen la mala suerte
de caer en sus manos.
Y lo peor del caso, toparse con maestros convenencieros, movidos por el
interés de las dádivas de los padres ricos de alumnos burros y que se ceban en
los alumnos pobres, por el solo hecho de no tener dinero para regalarles nada a
los interesados maestros.
Pues a Lázaro le tocó la mala suerte de toparse con una maestra
regordeta y vanidosa, hija del director del plantel, quien lo tomó como su
víctima para hacerlo el centro de sus burlas. Lo trataba mal y provocaba la
risa de sus compañeros. A todo esto, hay que agregar que los padres de Lázaro,
no podían estar al pendiente del muchacho, por sus múltiples ocupaciones. El
zagal vivía en la casa de unos compadres de sus señores padres, pero éstos
tampoco podían responder por el pequeño. De tal modo que Lázaro tuvo que
soportar los malos tratos de la mala profesora, ante la ceguera moral de las
autoridades educativas. Llegó el momento en que el chico explotó y dejó de ir a
la escuela, sin decirle nada a sus padres, ni a los compadres, para no
alarmarlos.
Pero, tarde que temprano, todo salió a flote, se supo del asunto y
vinieron los regaños para el menor, al que no dieron crédito a sus quejas, en
contra de la malévola profesora. ¿Por qué será que los padres les creen más a
los profesores que a sus propios hijos?
Pero la vida sigue su curso y vemos a Lázaro, de nueva cuenta, cuidando
ovejas y ayudando a sus padres en las labores del campo; casi resignado a
quedarse para siempre en lo alto de la sierra. Pero, para su fortuna, llegó a
su casa un muchacho, en su busca y ahí fue donde cambiaron las expectativas del
zagal. Era un amigo que había conocido en la escuela, sabía los motivos por los
que había desertado y venía a invitarlo a que regresara a la ciudad a continuar
sus estudios. Qué bueno que cuando el cielo se obscurece y el destino se ve
aciago para alguien, surge una mano amiga que lo salva del obscuro y negro
precipicio de la ignorancia.
Esteban, el amigo de Lázaro, supo de su problema, habló con sus padres y
estos estuvieron de acuerdo en ayudar al chico ovejero y montaraz. Esteban era
hijo único, de tal modo que Lázaro vendría a ser un hermano para él.
Con este pequeño cuento, quiero resaltar que en la ciudad también hay
personas con muy buenos sentimientos, que no todo está perdido. Que, en este
cuento, como en la mayoría de ellos, el final es feliz y los buenos reciben su
premio y los malos son castigados.