José de la Paz Pérez
Era 15 de septiembre de 1810. La tarde caía lentamente sobre el pueblo de Dolores.
Las sombras de las montañas se alargaban en los campos mientras el cielo, teñido de un profundo anaranjado, parecía presagiar el inicio de algo grande.
En las calles polvorientas, el murmullo de la gente se mezclaba con el sonido lejano del viento. Nadie lo sabía aún, pero esa noche cambiaría para siempre el destino de la nación.
En una pequeña casa, un hombre de porte austero y mirada resuelta se encontraba rodeado de un grupo de personas que lo observaban con expectación.
Miguel Hidalgo y Costilla, el sacerdote que había consagrado su vida a Dios, ahora estaba a punto de consagrarse a la causa de la libertad. Su rostro, marcado por los años y las preocupaciones, no mostraba temor, sino determinación.
El hombre sabía que lo que estaba a punto de hacer no sólo cambiaría su vida, sino la de miles de hombres y mujeres que anhelaban un México libre de las cadenas de la opresión.
Ignacio Allende, de pie junto a él, mantenía la vista fija en el mapa extendido sobre la mesa. Como militar, había participado en numerosas batallas, pero ninguna como la que estaba a punto de comenzar.
Esta no sería una batalla contra un enemigo extranjero, sino contra la injusticia que los españoles habían impuesto durante siglos. Miró a Hidalgo y, aunque no intercambiaron palabras, entendió que ambos compartían el mismo pensamiento: el momento de actuar había llegado.
—Esta noche, amigos —dijo Hidalgo, con voz grave pero vibrante—, no hay vuelta atrás. Sabemos lo que está en juego. Sabemos que muchos de nosotros no veremos el fin de esta lucha. Pero si no lo hacemos hoy, si no levantamos nuestras voces ahora, ¿quién lo hará por nosotros?
El silencio llenó la habitación.
Entre los presentes, un joven campesino llamado Juan, que había pasado toda su vida trabajando en las tierras del virreinato, sintió cómo una chispa se encendía en su pecho. Él no sabía mucho de política ni de estrategia militar, pero sabía lo que era vivir bajo el yugo de la pobreza, viendo a los suyos sufrir mientras los españoles controlaban las tierras que habían pertenecido a sus antepasados. Era joven, inexperto, pero dispuesto a darlo todo por un futuro mejor.
Fuera de la casa, el pueblo comenzaba a reunirse en pequeños grupos. La noticia había corrido como pólvora: algo grande estaba por suceder. Los hombres y mujeres de Dolores, campesinos, artesanos y trabajadores humildes, se arremolinaban en las calles, sus rostros mostraban una mezcla de incertidumbre y esperanza. No sabían con exactitud qué pasaría, pero en sus corazones sentían que el llamado a la libertad estaba más cerca que nunca.
Dentro, Hidalgo levantó un estandarte que había preparado, una imagen de la Virgen de Guadalupe que representaba la fe y la protección que llevarían consigo. Allende observó el gesto, entendiendo que esa imagen no sólo era un símbolo religioso, sino también un emblema de la patria que soñaban construir.
—Con ella nos protegeremos —dijo Hidalgo, y sus palabras resonaron en las paredes como una promesa—. Hoy, la lucha es por nuestra gente, por nuestras tierras, por nuestros hijos. Ya no podemos seguir aceptando las cadenas que nos han impuesto.
A su lado, Juan Aldama, otro de los líderes insurgentes, cruzó los brazos, asintiendo con la cabeza. Sabía que el riesgo era inmenso, que enfrentarse al poderoso ejército virreinal era una tarea casi suicida. Pero también sabía que, si no lo intentaban ahora, el pueblo mexicano seguiría en la oscuridad durante generaciones.
La noche había caído por completo cuando Hidalgo salió de la casa. A su alrededor, el ejército improvisado comenzaba a tomar forma.
No eran soldados entrenados, no llevaban uniformes ni armas sofisticadas. Eran hombres y mujeres comunes, armados con palos, machetes y lo que pudieran encontrar. Pero en sus corazones, llevaban el arma más poderosa: la convicción de que su lucha era justa.
El cura se acercó a la iglesia, donde la gran campana aguardaba en silencio. Sus manos, que tantas veces habían bendecido a los fieles, ahora temblaban ligeramente al tocar la cuerda. Sabía que, una vez que la campana resonara, no habría marcha atrás. El repique sería el grito de guerra, el llamado a la insurrección.
—Que Dios esté con nosotros —susurró, antes de tirar de la cuerda.
El sonido de la campana cortó el aire de la noche, vibrando en cada rincón del pueblo. Los habitantes de Dolores comenzaron a congregarse en la plaza, sus rostros iluminados por las antorchas. Los más valientes gritaban "¡Viva la Independencia!", sin saber del todo lo que esa palabra implicaba, pero sintiendo en sus corazones el peso de su significado.
Hidalgo, con el estandarte en alto, se volvió hacia la multitud.
—¡Mexicanos! —gritó, y su voz resonó como un trueno—. ¡Hoy comienza nuestra lucha! ¡Hoy dejaremos de ser esclavos y tomaremos lo que es nuestro por derecho! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva México!
El grito fue recibido por un rugido colectivo.
Las voces de los hombres, mujeres y niños se alzaron al unísono, como si una sola alma los uniera en ese instante. Las lágrimas corrían por los rostros de algunos, mientras otros levantaban sus improvisadas armas al cielo.
El ejército de Hidalgo, aunque pequeño e inexperto, estaba listo para luchar.
Ignacio Allende, observando la escena, sintió un nudo en la garganta. Había visto muchas veces el fervor de los soldados antes de una batalla, pero nunca algo como esto. Esto no era sólo una batalla por la libertad; era una batalla por la dignidad de un pueblo que había sido oprimido por demasiado tiempo.
—Vamos a luchar por ellos —dijo en voz baja, más para sí mismo que para los demás.
A su lado, Hidalgo asintió, y juntos, marcharon al frente del ejército.
Así, armados solo con palos, piedras, hoces y hachas, el pueblo de Dolores se transformó en un ejército improvisado, pero lleno de una determinación feroz.
No eran soldados, no tenían uniformes ni estrategias militares, pero llevaban consigo algo más poderoso: un deseo inquebrantable de ser dueños de su propio destino.
A medida que la multitud crecía y avanzaba, el eco de sus gritos se extendía por los campos y los caminos, alcanzando otros pueblos, otras comunidades que, como Dolores, sentían el peso de siglos de sometimiento.
La noticia corría como un río desbordado: "La independencia ha comenzado".
Hidalgo caminaba al frente de esa masa creciente, el estandarte en alto, su corazón en llamas.
Sabía que no todos entenderían lo que estaban haciendo; estaba consciente de que se derramaría mucha sangre y que las consecuencias serían impredecibles, pero también sabía que no había marcha atrás. México, su México, debía ser libre. No sólo por él, ni por los que lo acompañaban esa madrugada, sino por las generaciones futuras.
La lucha era por los hijos de esos campesinos, artesanos y trabajadores que ahora lo seguían con la esperanza reflejada en sus rostros.
La guerra por la independencia había comenzado.
Un nuevo amanecer se asomaba en el horizonte; el fuego de la libertad ardía en los corazones de esos hombres y mujeres valientes, y esa llama no se apagaría hasta que México fuera libre.