José de la Paz Pérez
Hay algo en las lluvias de hoy que despierta miedo, una sensación de peligro que se cuela en cada gota. Ya no son las lluvias de antaño, aquellas que llegaban con el inicio de la temporada, llenando el aire de ese aroma a tierra mojada que era casi un abrazo a la nostalgia.
Eran días en los que, a pesar del cielo encapotado, la vida seguía su curso con una tranquilidad que hoy parece lejana, irrecuperable. Salir bajo la lluvia era un ritual cotidiano, una aventura ligera y emocionante.
Ir a la tienda por tortillas, de la mano de mamá o con los amigos, se convertía en una pequeña travesía, mojándose un poco, pero disfrutando del camino. Era una excusa para correr, reír y sentir el agua en la cara, sin prisa ni temor.
Las lluvias, entonces, tenían algo de romántico. Los enamorados las usaban como pretexto para caminar juntos, con un paraguas compartido o simplemente sintiendo la lluvia caer sobre sus hombros, como si esas gotas bendijeran sus promesas. “Tú llevabas un paraguas, yo tomé tu brazo y me cobijé… Comenzamos a reír… Caminando sin saber”, recuerdo hoy la voz de Julio Iglesias.
Era un tiempo donde el cielo gris no traía amenaza, sino una suave melancolía, un recordatorio de la belleza efímera de la vida. Todo parecía más sencillo, más cercano. Las lluvias eran compañía, no enemigas.
Íbamos a la escuela con la seguridad de que no había peligro, de que simplemente nos mojaríamos, pero que también reiríamos con los compañeros de clases que resbalaban al intentar brincar un charco.
Salir a la escuela bajo la lluvia, con el uniforme empapado y los libros resguardados en la mochila, se ha transformado en una actividad imprudente, casi temeraria. Lo que antes era una aventura inocente, hoy es un riesgo.
Jugábamos a la botella bajo la lluvia y dábamos ese beso inocente a la compañera inalcanzable.
Hoy, sin embargo, las lluvias ya no traen consuelo. Son violentas, inesperadas, traicioneras. Se transforman con facilidad en tormentas, en huracanes que arrasan todo a su paso. La gente ya no sale con la misma despreocupación.
Ahora, cuando el cielo se oscurece, la alerta es inmediata, el peligro inminente. El sonido de la lluvia que antes invitaba a la contemplación o al recogimiento, hoy trae consigo la ansiedad de una inundación, el temor a lo que pueda pasar en cuestión de minutos.
Las calles que antes se llenaban de niños jugando y personas caminando bajo la lluvia, ahora se vacían rápidamente. Todos se apresuran a refugiarse, a protegerse de lo que antes era un regalo natural y que hoy es una amenaza latente.
No es sólo el cambio en el clima lo que duele. Es la sensación de pérdida de esos pequeños momentos que eran tan cotidianos y que, en su simplicidad, se convertían en tesoros invaluables.
El mundo ha cambiado y, con él, también lo ha hecho nuestra relación con la naturaleza. Las lluvias de hoy ya no inspiran serenatas ni paseos románticos. Ya no es posible ir de la mano de alguien, caminando despacio bajo la lluvia, sin pensar en el peligro.
Aquellos momentos, tan simples y tan llenos de vida, han quedado atrás. Son tiempos que no volverán, que ahora habitan únicamente en la nostalgia.
Cómo no añorar aquellos días en los que la vida seguía bajo la lluvia como si nada. Las calles mojadas se llenaban de historias y de pasos que marcaban un ritmo distinto. Y aunque sabíamos que cada tormenta eventualmente pasaría, también sabíamos disfrutar de su transcurso.
Hoy, lamentablemente, solo nos queda la añoranza. Nos queda recordar esos momentos que parecían tan comunes, pero que ahora se nos revelan como algo extraordinario.
Las lluvias de hoy nos aíslan. Nos obligan a escondernos, a esperar que el cielo se calme y que el agua deje de caer con esa furia incontrolable. Y en esa espera, nos damos cuenta de que hemos perdido algo más que la tranquilidad bajo la lluvia: hemos perdido la conexión con esos tiempos en los que todo parecía más sencillo, más manejable. Tiempos en los que la vida, aunque menos segura, parecía más nuestra, más humana.
Esos días de salir corriendo por las tortillas bajo una lluvia ligera, de ir a la escuela con los zapatos mojados o de caminar de la mano de nuestro amor mientras las gotas caían, son tiempos que se han ido.
No volverán, y solo nos queda recordarlos con el corazón lleno de añoranza, sabiendo que, aunque las tormentas de hoy nos mantengan a raya, siempre podremos volver a aquellos momentos en la memoria, donde las lluvias eran suaves, románticas y llenas de vida.