José de la Paz Pérez
La noche caía sobre Querétaro con un manto de silencio que contrastaba con la tormenta interna que agitaba a doña Josefa Ortiz de Domínguez.
Desde la ventana de su casa, observaba las calles vacías, las luces parpadeantes de los faroles y el eco distante de los cascos de los caballos en la plaza. Había en el aire una tensión palpable, un presagio de que algo estaba a punto de romperse, de desatarse con fuerza, y ella estaba en el centro de todo.
Durante meses, Josefa había sido el alma y el corazón de las reuniones clandestinas que, bajo la apariencia de tertulias inocentes, escondían las semillas de una lucha insurgente. La Corregidora, como era conocida, no sólo abría las puertas de su casa a los conspiradores, sino que los alentaba con fervor.
En las sombras, lejos de la vigilancia de las autoridades virreinales, su voz era una llama que alimentaba la esperanza de independencia.
Sin embargo, aquella noche, una inquietud inusual la consumía. Su esposo, el corregidor Miguel Domínguez, hombre de deber y lealtad a la Corona española, había comenzado a sospechar de los movimientos de la insurgencia.
Aunque ella había hecho todo lo posible por mantener las apariencias, sabía que el círculo se estaba cerrando. Las autoridades habían recibido informes, rumores que empezaban a cobrar forma. El movimiento estaba en peligro, y el tiempo corría en su contra.
De repente, un golpe firme resonó en la puerta de su habitación. Josefa se estremeció, pero no por miedo, sino por la confirmación de sus peores temores. Su esposo entró, su rostro grave, tenso y preocupado.
—Josefa —dijo con voz poco agradable—, sé lo que estás haciendo. Sé de tus reuniones y de los planes que traman. La conspiración ha sido descubierta.
El corazón de la corregidora latió con fuerza, pero mantuvo la compostura. Miguel la miraba con una mezcla de reproche y tristeza. Sabía que su esposa era una mujer de ideas fuertes, pero jamás había imaginado que estuviera tan profundamente involucrada en un movimiento que buscaba enfrentar al gobierno español.
—Los hombres de la Corona están en camino —continuó Miguel—. Vendrán a arrestar a todos los implicados. No puedo protegerte esta vez.
Josefa, con los ojos encendidos por la determinación, lo miró directamente. No había arrepentimiento en su mirada, sólo convicción. Sabía que el precio de la libertad no era bajo, y estaba dispuesta a pagarlo, aunque significara poner en riesgo su propia vida.
—Haz lo que debas —respondió con firmeza—, pero yo haré lo mío.
Con esas palabras, Miguel, consciente de su deber pero también del peligro que enfrentaba su esposa, tomó una decisión difícil. Para evitar que Josefa escapara y se uniera a los insurgentes, la encerró en una pequeña habitación en la parte alta de la casa. El sonido de la llave girando en la cerradura resonó como un eco de traición, pero él no lo veía así. Creía que, al encerrarla, la estaba protegiendo de la inevitable represión que se avecinaba.
Pero Josefa no se dejaría detener tan fácilmente. Sentada en la oscuridad, escuchando el distante bullicio de las calles, su mente corría más rápido que nunca. Los insurgentes debían ser avisados, y ella era la única que podía hacerlo. No había tiempo para lamentos ni para estrategias complejas; la libertad estaba en juego.
Se levantó con decisión y, acercándose a la puerta, golpeó con fuerza. Sus nudillos resonaron en la madera, enviando un mensaje al otro lado, donde se encontraba el fiel Ignacio Pérez, un correo leal al movimiento insurgente. Él no tardó en llegar, consciente de que, si la corregidora llamaba, era por una razón de vida o muerte.
—¡Ignacio! —Gritó Josefa con voz firme y cargada de urgencia—. ¡El movimiento ha sido descubierto! Corre, ve a San Miguel y avisa a Allende y a Hidalgo. ¡Diles que actúen de inmediato, no hay tiempo!
Ignacio, que apenas podía imaginar el peligro que corría la corregidora, no dudó. Sabía que cada segundo era vital. Asintió y, sin más palabras, salió corriendo. Atravesó las calles de Querétaro, su respiración era entrecortada por el esfuerzo, pero su mente estaba enfocada sólo en una cosa: cumplir la orden de Josefa y ayudar así a la insurgencia.
Mientras él se alejaba, Josefa quedó en la pequeña habitación, el sonido de sus pasos fue desvaneciéndose en la noche. Cerró los ojos y respiró profundamente. Sabía que había hecho lo correcto, que el sacrificio que podría enfrentar no era nada comparado con la oportunidad de liberar a su pueblo.
Horas más tarde, Miguel Hidalgo y Costilla recibiría el mensaje. El fuego de la insurrección, que había comenzado como una chispa en las mentes de unos pocos, se encendería con furia en Dolores.
La guerra no podía esperar más. Y ella, encerrada entre cuatro paredes, sonrió para sí misma, sabiendo que su papel, aunque invisible para muchos, había sido crucial.
Cada año, en México, el Grito de Independencia resuena con fuerza, y en la lista de personajes de ese grito no puede faltar el nombre de Josefa Ortiz de Domínguez, la Corregidora, quien desde las sombras había dado el aviso que encendió, antes de lo previsto, la llama de la libertad.
Bajo esta premisa, está claro que, sin Josefa, difícilmente podría haber iniciado la lucha por la Independencia de México, al menos con el éxito obtenido finalmente.