Otis, a un año de la noche en que Acapulco murió

José de la Paz Pérez

¿Cuántos sueños murieron la noche fatal del Huracán Otis? Hoy hace un año en que el fenómeno destructor decidió elegir a Acapulco, el mismísimo Paraíso de América, para descargar toda la furia que traía consigo.

Llegó como un ladrón, con la complicidad de la oscura noche, y en unas cuantas horas nos despojó, a los que vivimos aquí y a quienes estaban de paso, casi todo: pertenencias personales, muebles, viviendas completas… ¡la vida!, e incluso la esperanza.

 Sí, la esperanza, porque después de esa noche nada fue igual: quienes pudieron y tuvieron la opción y la posibilidad, abandonaron el puerto para no volver jamás, incluyendo algunos que tenían aquí su empresa… se la llevaron a otro lado.

En efecto, entre la oscuridad del martes 24 y el amanecer del miércoles 25 de octubre de 2023, los sueños de un futuro inmediato se hicieron pedazos.

Todo aquello que habíamos planeado —una reunión, una cita importante, la esperanza de un reencuentro o un simple momento de alegría— quedó enterrado bajo la furia implacable del huracán Otis. Con categoría 5, Otis no solo arrasó con edificios y calles; apagó vidas y silenció esperanzas en un abrir y cerrar de ojos.

Aquella noche, Acapulco dejó de ser la ciudad vibrante que siempre conocimos.

Historias ahogadas en lágrimas

Las historias que hoy se cuentan entre susurros parecen sacadas de una pesadilla. “Pensé que iba a morir”, repiten quienes enfrentaron al monstruo. El miedo invadió cada rincón del puerto.

Una madre, aferrada a su hijo en un baño, lloraba mientras escuchaba cómo el viento destrozaba su hogar, rogando en silencio por una oportunidad más. Afuera, las aguas se llevaron pertenencias y, con ellas, fragmentos de identidad: muebles, fotos, documentos… y en algunos casos, lo más irrecuperable de todo: vidas humanas.

Los gritos de desesperación se mezclaron con el estruendo del viento. Hubo quienes murieron sin siquiera saber que aquella tormenta sería la última que vivirían, sorprendidos en sus trabajos, en la calle, o en sus hogares, mientras otros siguen desaparecidos, dejando tras de sí familias rotas por la incertidumbre y el dolor.

Algunos recibieron el huracán con un trago en la mano, en uno de tantos bares de la Costera; habían ignorado los llamados de Protección Civil de ir a casa porque venía un poderoso huracán… ya no volvieron nunca.

Acapulco y sus sueños cancelados

La ciudad esperaba con ansias la llegada de miles de visitantes para las próximas festividades: Halloween, el Día de Muertos... e incluso la Noche Buena y el Año Nuevo.

Pero el huracán apagó esa alegría de un golpe. La muerte de Acapulco esa noche fue tan súbita y devastadora que muchos sólo pudieron llorar, sin palabras para consolarse.

Con los primeros rayos de sol, el puerto reveló su tragedia: casas sin techos, postes y árboles caídos, automóviles atrapados bajo escombros.

La elegante avenida Costera Miguel Alemán se convirtió en un cementerio de escombros, donde hoteles y restaurantes quedaron desnudos y rotos, como testigos mudos de la furia hasta entonces desconocida de un huracán como Otis. La zona Dorada y la Diamante, símbolos de modernidad y lujo, sucumbieron sin distinción.

Nadie estaba preparado para una destrucción de tal magnitud. En cada esquina, en cada calle recorrida, la evidencia era clara: todo estaba perdido.

Al llegar la noche del 25 los habitantes se enfrentaron a una realidad que duraría días… semanas… la oscuridad total como no se había visto en Acapulco durante décadas. Con todo lo que implica: conseguir velas y veladoras que muy pronto escasearon, los alimentos perecederos no podían durar sin refrigerador; no había señal de internet o telefonía para comunicarse con sus seres queridos… etcétera.

Por si eso fuera poco, no había dónde conseguir agua, ni alimentos, porque otro fenómeno más lamentable apareció: la rapiña, que dañó más que el propio huracán.

La resurrección incierta

Después, frente a la devastación, la pregunta no era sólo si Acapulco podrá reconstruirse, sino cómo volveríamos a ser quienes éramos. La disyuntiva era desgarradora: ¿nos rendimos o nos levantamos desde las cenizas, como el Ave Fénix?

Desde lejos, aquellos que observaron el desastre no pudieron comprender la magnitud del golpe. La belleza que alguna vez envidiaron parece haber desaparecido para siempre. La resurrección de Acapulco, como un milagro esperado, era incierta.

Aquella noche no fue sólo el final de una ciudad turística; fue el fin de muchos sueños, de vidas interrumpidas y futuros que nunca se concretarán.

Y, mientras avanzamos en medio de los escombros y los primeros 12 meses, el desánimo sigue siendo en muchos hogares la única respuesta posible frente a tanto dolor.

Acapulco murió esa noche. Y, en efecto, como el Ave Fénix estaba levantándose desde sus cenizas –literal- pero 11 meses después llegó otro Huracán, John, que nos hizo ahora preguntarnos si este tipo de fenómenos será una constante, si ya no habrá lluvias como aquellas que recordamos en nuestra niñez, tan nostálgicas, tan inofensivas, tan benefactoras.

Pero la historia aún no está escrita. Tal vez, en la tristeza más profunda, encontremos la fuerza para levantarnos otra vez. O tal vez no. Lo único cierto es que el viento, al llevarse todo, nos dejó desnudos frente a nuestra propia fragilidad.

Los fenómenos naturales de hoy, tan fuertes, tan devastadores, nos hacen sentir, efectivamente, que el hombre, de gran inteligencia, el majestuoso, el que domina al mundo y desea conquistar otros mundos, es realmente un pequeño grano de arena que puede ser azotado por el caprichoso viento, cuando quiera.





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