Era un sábado cualquiera en un mes que no importa, en un café oscuro y
gastado por el tiempo, donde las noches parecían no tener fin.
El aire estaba pesado, cargado de humo, sudor y ese inconfundible olor a
cerveza rancia que impregnaba cada rincón del lugar. Allí, en un rincón
iluminado por una lámpara tenue, un hombre se sentaba al piano… su única
compañía en esas horas de melancolía infinita.
Era un hombre mayor, con los ojos cansados y las manos temblorosas, que se
aferraba a su vaso como un náufrago a su tabla, buscando en el alcohol el
consuelo que la vida le había negado.
Las notas… y su voy cansada, dejaban ver claramente esa tristeza, esa
melancolía, ese dolor por un pasado que lo había marcado, ese fracaso que, como
muchos hombres, se lo debía a una mujer.
Cada noche, volvía al mismo café, al mismo piano, y tocaba la misma canción.
Era una melodía que conocía de memoria, una melodía que le recordaba quién era,
pero también lo que había perdido.
Mientras sus dedos recorrían las teclas, sus pensamientos lo llevaban de
vuelta a su juventud, cuando el espejo en la pared le devolvía una imagen más
fresca, más viva. En esos momentos, sus ojos se encendían con un brillo casi
infantil, como si por un instante volviera a ser aquel joven maestro del piano
que alguna vez fue.
Pero siempre, sin falta, había algún borracho en el bar que le recordaba su
fracaso, que murmuraba sobre cómo había sido derrotado por una mujer.
Ella había sido todo para él, su musa, su inspiración, pero también su
perdición. Era una mujer que temía echar raíces, que sentía que la estabilidad
cortaría sus alas. En su deseo de volar libre, lo había dejado atrás, encerrado
en la jaula de su amor no correspondido.
Y aunque nunca la culpó, aunque comprendió su necesidad de buscar su propio
camino, el dolor seguía allí, incrustado en su alma.
A veces, la rabia y la tristeza lo dominaban, y sus manos golpeaban el piano
con furia, arrancando notas discordantes que resonaban en el café como gritos
de desesperación.
Aquellos que lo conocían bien, sabían que en esos momentos, cuando la música
se volvía caótica y violenta, el hombre estaba llorando… sus amargas lágrimas se
mezclaban con la amarga cerveza y con las notas que llenaban el ambiente.
El café estaba lleno de solitarios, de almas perdidas que buscaban compañía
en la oscuridad de la noche, apurándose un sábado más en una vida que parecía
no tener rumbo.
Y en medio de todo eso, estaba él, aferrado a su piano, con la emoción
empapada en alcohol, tocando una y otra vez esa canción que sabía a derrota y a
miel.
Seguía tocando… porque en ese piano, en esas teclas amarillentas y gastadas,
encontraba el único consuelo que le quedaba.
Y así, la noche continuaba, y él seguía tocando, mientras el café se sumía
en la tristeza, y la madrugada avanzaba lenta, envolviendo todo en un manto de
melancolía.
No importaba cuántas veces lo hiciera, cada vez que sus dedos tocaban las
teclas, la música le recordaba que, a pesar de todo, aún había algo por lo que
seguir.
Pero en el fondo de su ser, sabía que la victoria ya no era posible. Su
única compañía era esa canción que hablaba de su vida, de sus derrotas, y de un
amor que se había ido, dejándolo solo con su piano y su tristeza.
Una voz en la penumbra le susurró que parecía cansado, y que el sol aún no
había salido. Y sí, estaba cansado de la vida, cansado de las noches
interminables y de la música que lo mantenía encadenado a un pasado que ya no
podía cambiar.
“Toca otra vez viejo perdedor
haces que me sienta bien
es tan triste la noche que tu canción
sabe a derrota y a miel”
Fragmento tomado de la canción Piano man, de la adaptación de Ana
Belén y Víctor Manuel