José de la Paz Pérez /
Había una vez en un pequeño pueblo de México, llamado San Alegría, donde las montañas se cubrían de niebla al amanecer y el olor a cempasúchil inundaba el aire cada noviembre.
Allí vivía la pequeña Sofía, una niña curiosa de grandes ojos y alma inquieta. Desde hacía semanas, veía a su abuela y a su mamá preparar una ofrenda en casa: llenaban una mesa con fotos de familiares, veladoras, pan de muerto y calaveritas de azúcar, mientras Sofía las observaba sin comprender del todo.
Una noche, mientras las estrellas brillaban en el cielo, la abuela de Sofía la llamó y la llevó al altar. "Mira, Sofía," le dijo, "hoy te voy a contar la historia del Día de Muertos."
La abuela comenzó a relatar que en México, desde hace muchos siglos, las personas celebran este día no para llorar a quienes ya no están, sino para recordarlos con alegría. "Nuestros seres queridos nunca se van del todo," explicó, "y cada año, en estos días, regresan a visitarnos."
Sofía escuchaba con los ojos abiertos de par en par. "¿Pero cómo abuelita?", preguntó, maravillada.
"Pues ellos siguen el aroma de las flores de cempasúchil, que brillan como el sol para guiarlos. Ven las velas encendidas en las casas y saben que aquí los esperamos. Nosotros les ponemos sus comidas favoritas en el altar, su pan de muerto y el agua, porque vienen cansados de un largo viaje."
Mientras escuchaba a su abuela, Sofía imaginaba a su bisabuelo Pedro, a quien nunca conoció. Su mamá le había contado que él era un hombre alegre y muy sabio, que siempre usaba un sombrero ancho y sonreía de lado. “¿Crees que venga el bisabuelo?”, preguntó.
“Sí, corazón. Él viene porque le gustaba reír y estar con la familia, y sabe que aquí le recordamos con cariño. Además,” añadió la abuela con un guiño, “le encantaba el mole que hacemos especialmente para él.”
Sofía empezó a sentir que el Día de Muertos no era sólo una celebración, sino un reencuentro, un momento especial donde la distancia entre los vivos y los que se habían ido desaparecía por un instante.
La abuela continuó contándole que esta tradición venía de los antiguos pueblos indígenas, quienes creían que la muerte no era el final, sino sólo otra etapa de la vida.
"Así es como cada uno de los elementos del altar tiene un significado", dijo la abuela señalando la mesa decorada. "Las fotos nos recuerdan sus rostros; el agua les quita la sed; las flores de cempasúchil les muestran el camino; y el copal, ese humo que huele tan especial, es para purificar el ambiente y ayudarlos a llegar."
Conmovida, Sofía se sentó frente a la ofrenda, observando cada detalle. Esa noche, cuando todos se retiraron a dormir, ella se quedó allí un ratito más, segura de que sentiría la presencia de su bisabuelo. Cerró los ojos y, en el silencio, casi pudo oír una risa lejana, una risa profunda y alegre. Quizá, pensó, era el bisabuelo Pedro que había llegado y estaba contento de ver que no lo habían olvidado.
Desde ese Día de Muertos, Sofía entendió que no importaba cuánto tiempo pasara: mientras ella recordara con amor a los que ya no estaban, seguirían vivos en su corazón y, cada año, volverían a visitarla para compartir esa mágica y alegre tradición que sólo el amor familiar podía crear.
Así, en San Alegría, como en todos los rincones de México, la tradición del Día de Muertos siguió viva, pasando de generación en generación, llenando las noches de noviembre de luz, risas y recuerdos. Y Sofía, siempre que colocaba una flor de cempasúchil o encendía una vela, sabía que estaba abriendo las puertas a esos seres queridos que nunca dejarían de regresar.