Carta a Santa Claus de un niño en miseria

José de la Paz Pérez

En la zona más apartada de ese puerto turístico, la periferia, como le dicen, viven miles de familias en pobreza, padres de familia desempleados que han tenido que echarle imaginación para sobrevivir, ya sea vendiendo golosinas en las esquinas de los semáforos de la famosa ciudad, limpiando parabrisas o ya de plano pidiendo limosna.

Juanito, un niño de escasos 6 años vivía entre esas gentes cuya preocupación no es pagar impuestos, el internet o la tarjeta de crédito al fin de mes, sino cómo lograr llevarse un bocado a la boca mientras las horas avanzan y las posibilidades parecen evaporarse.

El niño no se inscribió en la escuela primaria a pesar de ya estar en edad; su madre le había preguntado si quería estudiar y él dijo que no; algo muy adentro le decía que ella tendría que hacer un esfuerzo sobrehumano para sufragar los gastos que originaría si aceptaba ir a la escuela. 

Su madre, en tanto, no le insistió, porque también presentía que sería muy difícil mantener a dos hijos y aparte darles escuela.

Juanito tenía una hermana, de apenas dos años; tras su nacimiento, su padre abandonó el hogar argumentando que él sólo quería varones como hijos… estaba claro que sólo era un pretexto para evadir su responsabilidad.  

Una mañana de diciembre, Juanito acompañó a su madre al mercado a comprar algo de comida; ella había vendido algunas artesanías que hacía y ofrecía en las calles del puerto.

Cuando vio las piñatas, las luces multicolores exhibidas para el arreglo navideño que se pone en estas épocas en los hogares… ¡y los juguetes! El niño abrió sus ojos lo más que pudo; su mirada era entre asombro y deseo. Volteó a ver a su madre con ojos de súplica, como queriendo que adivinara sus pensamientos… ella sólo cerró sus ojos con pesar y, tímidamente, movió la cabeza en señal negativa. 

Él se puso muy triste, sendas lágrimas amenazaba con salir de sus ojos mientras su respiración se agitaba de sentimiento, de impotencia y rabia por la vida que le tocó vivir. 

De pronto, escuchó a una madre que le decía a su hijo: “La noche del 24 le escribes una carta a Santa Claus y te traerá lo que le pidas”. Y su semblante cambió. "La magia de la Navidad existe", se dijo con esperanza, y se alegró al saber que entre toda esta oscuridad había una luz, una esperanza.

Juanito le contó a su madre lo que escuchó, y le pidió que le ayudara a escribir a Santa Claus; ella, por razones obvias, se negó, sabiendo lo que implicaba hacerlo.

El niño no se dio por vencido y pidió a un vecino escribir la carta que él mismo le dictó:

“Querido Santa Claus, te pido que esta navidad me traigas algo que tú consideres que necesito, pero sólo te encargo que sea algo que no use pilas, porque no hay dinero para comprarlas y de nada me servirá; quiero que sea algo que me dure toda la vida, que no se desgaste; quiero algo que me haga muy feliz… y si puedes traerme algo más, te lo agradecería porque quiero compartir con mi madre… y mi hermanita, para que ellas también sean felices”.

Guardó la cartita en sus sandalias, como le sugirió el vecino, ya que no tenía siquiera un par de zapatos… o tenis.

Llegó la víspera de la Navidad. El puerto rebozaba de alegría multicolor, música, turistas disfrutando del cálido clima en pleno diciembre…

Y allá en la zona olvidada, Juanito se iba a la cama desde muy temprano, como también se lo recomendó el vecino, esperando que su carta fuera atendida a la llegada de Papá Noel… y en sus sueños vio al mítico personaje envuelto en luces, copos de nieve, jalado por sus renos... y con su característica carcajada cuyo tono de pronto sintió como una burla a su desgracia...

Los primeros rayos del sol atravesaron las láminas mal pegadas del techo y de las paredes improvisadas… ¡ya era Navidad!, y Juanito se apresuró a buscar sus regalos… sólo estaba su carta… 

Todo había parecido muy hermoso para ser real… se lamentó haber creído que un ser como él, nacido en la desgracia, podría aspirar a cosa alguna, a realizar sueño alguno, a otra cosa que no fuera la miseria en la que nació y en la que, suponía, viviría por siempre.

Para su madre, la actitud de tristeza no pasó inadvertida… le dolía en el alma ver a su hijo cabizbajo.

-¡Vamos a la playa!, –le dijo- hoy vamos a ser turistas; había guardado algunos pesos y hoy me los quiero gastar con mis hijos.

Y fueron a la playa. Se divirtieron como nunca. Juanito olvidó su desgracia mientras jugaba en esas aguas del Pacífico… y en la playa, haciendo castillos que de pronto se derrumbaban… como sus sueños. Qué coincidencia. 

A su regreso, Juanito y su familia tuvieron que caminar varias calles para tomar el transporte que los llevaría a su alejada colonia.

Pasada la euforia, volvió a su recuerdo esa carta que no encontró eco… lamentó no haber recibido lo que pidió… no aún.

En el trayecto hacia donde iban a tomar el autobús urbano, presenciaron una escena que les conmovió: una persona adulta que recién había sido atropellada yacía sin vida en el pavimento… tras la conmoción, Juanito volteó a ver a su madre y a su hermana… y respiró satisfecho por verlos llenos de vida.

Más adelante, vio a una persona pidiendo limosna… era invidente. Juanito imaginó de pronto las penurias que ha de enfrentar para trasladarse a casa, para hacer sus actividades cotidianas; y de pronto vio a su alrededor y sintió una dicha desconocida al poder disfrutar del cielo, la vista que aún tenía de la bahía y muchas cosas que podía admirar. 

También encontraron a otro pordiosero que no tenía manos ni pies…  y lo vio sonreír… Juanito no sintió lástima por él, sino por sí mismo, al mirarse y ver que tenía sus cuatro extremidades intactas y que muchas ocasiones había renegado de la vida que le tocó vivir.

Y reflexionó: “Puedo caminar, hay otros que no pueden; puedo mirar, mientras que otros no; tengo salud, puedo escuchar, respirar… ¡y estoy vivo!... gracias Dios mío”.

La Navidad aún no terminaba y Juanito había recibido lo que había pedido en esa carta: algo que no necesita pilas, que dura toda la vida, algo que le haga muy feliz y que puede compartir con sus familiares: el Valor de la Gratitud.

A partir de ese día, Juanito se dispuso a disfrutar de lo que tiene, y no a sufrir por lo que no tiene, lo que le valió lograr una actitud optimista frente a la vida que le tocó vivir y que finalmente aceptó como un reto, como una bendición. 

Al llegar a casa, miró a su madre con gran ternura pero también con gran determinación: “Quiero estudiar, mamá”. Esta actitud creó un efecto multiplicador que finalmente transformó su entorno familiar: Su madre lo inscribió el próximo año y lo hizo sin miedo, más bien, con confianza y con nuevos bríos para luchar.

Con esta nueva perspectiva, es fácil adivinar en qué termina esta historia.

La gratitud nos permite vivir con una sensación de plenitud, felicidad y dignidad, a pesar de las carencias materiales; el ejemplo de Juanito puede inspirar a otros a valorar lo que tienen y a enfrentar la vida con valentía, pero sobre todo… con amor. 

La gratitud enriquece nuestras vidas, y nos enseña que la verdadera riqueza no se mide por posesiones materiales, sino por la capacidad de encontrar belleza y sentido a cada día.

Estar vivos, es suficiente razón para agradecer y ser felices… lo demás, es lo de menos. 

¡Felices fiestas en el interior de cada uno de nosotros!

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